El carruaje aguarda a la noble dama de vestidos vaporosos.
Ella se sube sin decir nada... son demasiado nobles su cuerpo blanco y sus apellidos, como para siquiera mirar al insípido gentío pueblerino que se desase en forzadas reverencias.
Pero el humilde cochero ya conoce el recorrido: no toman el empedrado camino directo a la mansión de la dama, sino que se desvían por la tierra y el bosque, hasta las fuentes de una vertiente solitaria.
Lo que viene después nunca deja de sorprender al cochero... ella se despoja de sus elegantes atuendos y lo espera sonriendo, desnuda y chapoteando como niña en el agua.
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